28/4/10

La Iglesia en Cuba: de la persecución al pacto de silencio.

Ser católico en Cuba no ha sido una tarea nada fácil. La llegada de Fidel Castro al poder y la declaración del carácter socialista de su Revolución, su obsesión por controlar todos y cada uno de los sectores del país fueron motivos más que suficientes para que el entonces joven dictador colocara a la Iglesia Católica —mayoritaria en Cuba— en la lista negra de su inventario. Incluso algunos aseguran, que tuvo intenciones de constituir una “Iglesia Nacional” totalmente desvinculada de Roma, al estilo chino. En el año 1961 comenzaron las expulsiones de sacerdotes extranjeros radicados en la Isla, según me han contado en primera persona, llegaban a la casa parroquial, tocaban a la puerta, preguntaban por el cura, y lo montaban en un vehículo con lo puesto, dirección al puerto más cercano.

Luego vinieron las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP), nacidas como una supuesta profilaxis social contra delincuentes, lumpens, y homosexuales; en realidad se trataba de un proyecto represivo contra personas que, sin haber cometido ningún delito, no mantenían militancia política o profesaban alguna creencia religiosa consideradas adversas a la doctrina oficial. Aquí entraban católicos, protestantes, masones o hippies. El hoy cardenal, Monseñor Jaime Ortega Alamino, podría dar su testimonio personal de esto, ya que él lo vivió en carne propia.

La campaña contra la Iglesia no se quedó ahí, sino que se alargó en el tiempo, incluso me atrevo a decir que todavía hoy, aunque bastante menos virulenta, se mantiene.

Sé a ciencia cierta que la Iglesia Cubana está penetrada por la Seguridad del Estado. A mí mismo se me propuso ser agente del Servicio de Contrainteligencia Cubano al terminar mi año de servicio militar gracias a mi rendimiento y mi buen comportamiento, se me ofreció estudiar la carrera que quisiera, en la universidad que quisiera, sin necesidad de hacer nuevas pruebas de ingreso, a cambio de que fuera agente de la seguridad. Presumo que mi campo de trabajo, en caso de haber aceptado la jugosa oferta, hubiera estado dentro de la Iglesia, ya que era conocido por parte de los agentes mi estrecha vinculación a la institución, de hecho durante el año de servicio militar, se me interrogó en varias ocasiones sobre cuestiones relacionadas con este tema.

Muchas de las Iglesias católicas cubanas que se encuentran en los parques principales de los pueblos han tenido que celebrar la eucaristía dominical durante años, soportando una música estridente proveniente de altavoces oficialistas de las “Casas de cultura” y demás espacios de recreación.

Las seis o siete señoras que valientemente mantuvieron la Iglesia de mi pueblo abierta, fueron víctimas de gritos, insultos, vejaciones e incluso agresiones físicas por ir a misa los domingos. Muchas veces eran agredidas con piedras, en el pie de madera del altar de mi parroquia, está la huella de una de esas pedradas.

La idea de que los hombres que iban a misa eran homosexuales, se extendió de manera rápida por todo el territorio nacional. Pueden imaginar lo que representa una afirmación como esta, en una sociedad como la cubana.

Las escuelas llevaban un control de los poquísimos niños que iban al catecismo. Esto era cuestionado por los maestros y era considerado una “desviación ideológica”.

En los niveles superiores de educación, el marxismo-leninismo estatalmente impuesto, no dudaba en calificar a las personas con inquietudes religiosas como personas inseguras, con trastornos y desviaciones ideológicas, que no encajaban en el modelo de sociedad que se impulsaba en Cuba. Incluso muchos jóvenes cubanos no tuvieron la posibilidad de cursar estudios universitarios ya que como decía el eslogan de la época: “La universidad es para los revolucionarios”.

Eran negados casi todos los permisos de entrada de sacerdotes y religiosas extranjeros que pretendía ir a prestar servicios pastorales en Cuba.

Quizás toda esta persecución, entre otros muchos ejemplos que me dejo en el tintero, haya propiciado que la Iglesia y muchos movimientos de la oposición pacífica hayan estado íntimamente relacionados. Las víctimas se apoyan en otras víctimas.

Ir a misa en Cuba era una forma de rebelión, de discrepar; y la Iglesia entonces supo jugar su papel, poniéndose del lado de los oprimidos, de los que sufren, de los que no tienen voz, tal y como hubiera hecho Jesucristo si en lugar de en Belén hubiera nacido en Banes (por poner un ejemplo), en diciembre de 1960.

Recuerdo con nostalgia la Carta Pastoral “El amor todo lo espera”, de la Conferencia Episcopal Cubana en el año 1993, donde los obispos fueron capaces de llamar a las cosas por su nombre, marcando pautas y posibles soluciones.

Recuerdo con nostalgia las valientes palabras de Monseñor Pedro Meurice Estíu durante la eucaristía celebrada por su santidad el papa Juan Pablo II en Santiago de Cuba en el marco de su visita a la Isla en el año 1998, donde decía entre otras cosas: “Le presento, además, a un número creciente de cubanos que han confundido la Patria con un partido, la nación con el proceso histórico que hemos vivido en las últimas décadas, y la cultura con una ideología.”

Todo esto lo recuerdo con nostalgia porque desde hace unos años he visto un giro en la actitud de la Iglesia cubana. El escenario actual de las relaciones Iglesia-Estado me hace pensar en una especie de pacto. ¿Podríamos marcar el punto de inicio de este entendimiento en el gesto del régimen cubano de invitar a su santidad el papa Juan Pablo II a Cuba en el año 1998? Gesto que ciertamente benefició a ambas partes.

Lo cierto es que salvando casos puntuales como puede ser el padre José Conrado Alegré en la diócesis de Santiago, y algún otro sacerdote valiente en alguna parroquia cubana, la denuncia clara y contundente ha dado paso al silencio cómplice, a las sonrisas fingidas entre destacados miembros del clero y los máximos responsables de la situación económica, política y social que atraviesa mi país.


A la par de esto, sospechosamente los sacerdotes y religiosas extranjeros que han querido ir a prestar servicios pastorales en Cuba han comenzado a entrar. Sospechosamente las polvorientas imágenes que durante décadas han estado inmóviles en el interior de los templos han comenzado a salir a las calles de ciudades y pueblos en procesión. Sospechosamente se van concediendo los permisos para edificar nuevos templos, reparar los viejos, colocar monumentos religiosos en espacios públicos, e incluso construir un nuevo Seminario para sacerdotes en La Habana, cosas impensables hace unos años atrás. Por todo esto es que creo que la Iglesia cubana ha antepuesto su labor evangelizadora y catequética, a su labor no menos importante de denuncia y de defensa de la justicia social. Evangelizar y catequizar sí. ¿Pero a qué precio?

Como cubano, cristiano, católico, bautizado por voluntad propia a los doce años de edad, ya que mis padres no me bautizaron de niño para no tener problemas en sus trabajos, comulgado y confirmado en la parroquia Nuestra Señora de la Caridad del Cobre de Manacas, diócesis de Santa Clara, exhorto y pido a la Iglesia Cubana, que ocupe el papel que le corresponde en el momento histórico que nos está tocando vivir.

El Cardenal nos ha sorprendido con unas insípidas palabras cargadas de ambigüedad. Palabra que agradezco y celebro, pero espero más.

No puedo entender que un puñado de mujeres vayan a misa todos los domingos, vestidas de blanco, con una flor en sus manos, y al salir sean golpeadas, insultadas, vejadas, arrastradas por el suelo y la Iglesia no actúe o calle.

No puedo entender que cientos de inocentes se pudran en las cárceles cubanas condenados a penas de hasta 20 y 28 años de privación de libertad por motivos políticos, muchos de ellos, entre otras cosas, por impulsar campañas pro-vida como es el caso del Dr. Oscar Elías Biscet, y la Iglesia guarde silencio. Creo firmemente, que Jesucristo no lo hubiera hecho.

Aun así, en un ejercicio de caridad cristiana, intento pensar que la Iglesia cubana ha decidido anteponer la “efectividad” a la “sensacionalidad”, y que está poniendo en práctica las palabras de Jesús en el sermón de la montaña: “Que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha”.

P.D. Todo lo dicho anteriormente lo hago desde el respeto a la institución, a la cual me siento íntimamente unido a pesar de las diferencias que han quedado expuestas. No puedo dejar de recordar a Monseñor Fernando Prego Casal, que en paz descanse, quien fue un importante consejero para mí, y en muchas ocasiones, un segundo padre.

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